3.8.07

Fermín Solís y la lógica de la nostalgia

Fermín Solís debe tener muy buena memoria. Recuerda los detalles más pintorescos de su infancia y los enlaza de manera natural hasta conformar un relato lógico. Sus historias cortas son algo más que enumeraciones nostálgicas, y en ellas no se fuerza el desarrollo de los acontecimientos. En los nueve cuentos de Los días más largos (Balboa, 2003) hay sitio para las lagartijas, los álbumes de cromos, la vocación punky, la vacuna del tétanos, los ultramarinos, las ballestas hechas con pinzas de tender la ropa, criaturas del espacio exterior –como el autor extremeño denomina a las mujeres—, la cruel selección de jugadores de fútbol en el patio del colegio, las novatadas, los días lluviosos y el Tragabolas. Y el último capítulo, que da título al libro, es tan memorable como el principio de Cien años de soledad.

Solís es capaz de tocarnos la fibra sensible al rememorar viejos olores y emociones que creíamos enterrados por la aplastante rutina del tiempo. En eso coincide Koldo Azpitarte, prologuista inspirado de El año que vimos nevar (Astiberri, 2005), que constituye el segundo volumen de las aventuras de Martín Mostaza, alter ego del dibujante. En sus seis historias –cada una precedida de una hermosa portadilla—, el autor vuelve a destacar por su trazo elegante y dinámico, heredero a partes iguales de los diseños de Hanna-Barbera y la escuela del New Yorker. En estas páginas completa el fresco de sus primeros años con referencias a la familia (en especial, las abuelas / dinosaurios), las modas pasajeras, la Bicicross BH, los solares donde antes corrían los pequeños, la mezcla de bebidas en los cumpleaños, el extraño atractivo de las casa ajenas, el famoso programa de fin de año de TVE en que a Sabrina Salerno se le salió un pecho, el fracaso del vídeo 2000, el juego de las sillas… El episodio final, llamado “Las clases se complican” parece toda una declaración de principios: los años de ingenuidad han llegado a su fin. Además, pone de manifiesto que los hijos de la democracia no estuvimos tan lejos del Paracuellos de Giménez. Sólo puede ponerse una pega a este título tan recomendable: que en la foto de clase que figura en la última hoja no aparezca un círculo alrededor del protagonista de estas vivencias.

Enmarcado en un género distinto, El hombre del perrito –otra obra reseñable de Solís, en este caso por el uso de las sombras grises—, presenta un personaje central que ronda la edad adulta y se dedica a diseñar instrucciones para toda clase de productos. La soledad y la timidez marcan el día a día de su nueva vida, después de sucumbir a los encantos de una agente inmobiliaria y alquilar un piso sin muebles. Su vecino Víctor, con problemas mentales, siempre va acompañado de su perrito ladrador, y es atendido por Elisa, una trabajadora social. Las relaciones que surgen entre ellos conforman el núcleo de esta breve pero intensa narración.

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