El verano del 79 según Rabagliati
Al alter ego del autor canadiense se le daba mal el palanco de la imprenta. Acababa de abandonar el instituto por culpa de sus notas, después de ser expulsado del proyecto para el que había obtenido financiación. Por ello, la invitación a asistir como monitor de niños desfavorecidos en un campamento de verano fue recibida como agua de mayo. Luego se hartaría de los sándwiches parisinos de paté y el melocotón en almíbar, pero aquella burbuja de felicidad, esos días viviendo en grupo en plena naturaleza, permanecerían para siempre en su memoria.
En medio de un ambiente scout-religioso, Paul comienza soñando con Daniel Boone para superar su miedo a la oscuridad y la visita de los animales salvajes. Después recibe su primera clase de escalada de mano de un profesor bastante persuasivo, del que tomará ejemplo en adelante. No en vano, el protagonista recibirá unas cuantas lecciones vitales a lo largo del libro, como la riña que tiene con su compañera Annie a causa del trato con los críos. Sin embargo, el personaje sabrá sacar lo mejor de estos rapapolvos, llegando a enamorar a la monitora (preciosas escenas en la canoa y la camioneta).
Paul entablará una amistad especial con Marie, una niña ciega que se aferra a su muñequita sacapenas. Y después de algunas referencias al asteroide B-612 del Principito, el recuerdo de cejas enormes se desvanece con una secuencia espectacular, semejante al recorrido de una cámara aérea por encima del bosque canadiense. De este modo, el relato se convierte en un flash-back casi continuo, en un maravilloso recuerdo grabado a fuego en su corazón.
Cabe cuestionar si “Paul va a trabajar este verano” es demasiado largo. Quizá su creador pudo haber recortado algunas partes, no obstante, el epílogo ambientado en el presente, menos alegre e ingenuo que las páginas anteriores, sirve para realzar más aún los instantes mágicos de aquel verano del 79 (en este sentido, los antecedentes descritos al comienzo también aportan un valor añadido al nudo de la historieta). De ahí que el autor insista en retratar al final el aburguesamiento y la hipocresía propios de los adultos.
Es inevitable apuntar el parecido gráfico entre Rabagliati y el cacereño Fermín Solís. Sus trazos con pincel son prácticamente indistinguibles, aunque el dibujante de Montreal también usa a veces un rotring naif para apuntar detalles diminutos. El estilo caricaturesco (mezcla del underground y la escuela francobelga) contrasta sobremanera con el realismo de la narración, con la que el lector conectará rápidamente, buscando en su propia experiencia situaciones similares a las que aquí se cuentan.
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